…En las civilizaciones sin barcos, los sueños se agotan, el
espionaje reemplaza allí la aventura y la policía a los corsarios...
M.F.
Michel Foucault - De los espacios otros “Des espaces
autres”, Conferencia dictada en el Cercledes
études architecturals, 14 de marzo de 1967, publicada en Architecture, Mouvement,Continuité, n 5,
octubre de 1984. Traducida por Pablo Blitstein y Tadeo Lima.
“La gran obsesión que tuvo el siglo XIX fue, como se sabe,
la historia: temas del desarrollo y de la interrupción, temas de la crisis y
del ciclo, temas de la acumulación del pasado, gran sobrecarga de los muertos,
enfriamiento amenazante del mundo. En el segundo principio de la termodinámica
el siglo XIX encontró lo esencial de sus recursos mitológicos. La época actual quizá
sea sobre todo la época del espacio. Estamos en la época de lo simultáneo,
estamos en la época de la yuxtaposición, en la época de lo próximo y lo lejano,
de lo uno al lado de lo otro, delo disperso. Estamos en un momento en que el
mundo se experimenta, creo, menos como una gran vida que se desarrolla a través
del tiempo que como una red que une puntos y se entreteje. Tal vez se pueda
decir que algunos de los conflictos ideológicos que animan las polémicas actuales
se desarrollan entre los piadosos descendientes del tiempo y los habitantes encarnizados
del espacio. El estructuralismo, o al menos lo que se agrupa bajo este nombre
algo general, es el esfuerzo por establecer, entre elementos repartidos a
través del tiempo, un conjunto de relaciones que los hace aparecer como
yuxtapuestos, opuestos, implicados entre sí, en suma, que los hace aparecer
como una especie de configuración; y a decir verdad, no se trata de negar el
tiempo, sino de una manera de tratar lo que llamamos tiempo y lo que llamamos historia.
Se debe señalar sin embargo que el espacio que aparece hoy en el horizonte de
nuestras preocupaciones, de nuestra teoría, de nuestros sistemas no es una
innovación; el espacio mismo, en la experiencia occidental, tiene una historia,
y no es posible desconocer este entrecruzamiento fatal del tiempo con el
espacio. Se podría decir, para trazar muy groseramente esta historia del
espacio, que en la Edad Media había un conjunto jerarquizado de lugares: lugares
sagrados y lugares profanos, lugares protegidos y lugares por el contrario
abiertos y sin prohibiciones, lugares urbanos y lugares rurales (esto en
lo que concierne a la vida real de los hombres). Para la teoría cosmológica,
había lugares supracelestes opuestos al lugar celeste; y el lugar celeste se
oponía a su vez al lugar terrestre.
Estaban los lugares donde las cosas se encontraban
ubicadas porque habían sido desplazadas violentamente, y también los lugares donde,
por el contrario, las cosas encontraban su ubicación o su reposo naturales. Era
esta jerarquía, esta oposición, este entrecruzamiento de lugares lo que
constituía aquello que se podría llamar muy groseramente el espacio medieval:
un espacio de localización. Este espacio de localización se abrió con Galileo,
ya que el verdadero escándalo de la obra de Galileo no es tanto el haber
descubierto, o más bien haber redescubierto que la Tierra giraba alrededor del
Sol, sino el haber constituido un espacio infinito, e infinitamente abierto; de
tal forma que el espacio medieval, de algún modo, se disolvía, el lugar de una
cosa no era más que un punto en su movimiento, así como el reposo de una cosa
no era más que su movimiento indefinidamente desacelerado. Dicho de otra
manera, a partir de Galileo, a partir del siglo XVII, la extensión sustituye a
la localización. En nuestros días, el emplazamiento sustituye a la extensión
que por su cuenta ya había reemplazado a la localización. El emplazamiento se
define por las relaciones de proximidad entre puntos o elementos; formalmente,
se las puede describir como series, árboles, enrejados. Por otra parte, es
conocida la importancia de los problemas de emplazamiento en la técnica contemporánea:
almacenamiento de la información o de los resultados parciales de un cálculo en
la memoria de una máquina, circulación de elementos discretos, con salida
aleatoria (como los automóviles, simplemente, o los sonidos a lo largo de una
línea telefónica), identificación de elementos, marcados o codificados, en el
interior de un conjunto que está distribuido al azar, o clasificado en una
clasificación unívoca, o clasificado según una clasificación plurívoca, etc. De
una manera todavía más concreta, el problema del sitio o del emplazamiento se
plantea para los hombres en términos de demografía; y este último problema del
emplazamiento humano no plantea simplemente si habrá lugar suficiente para
el hombre en el mundo –problema que es después de todo bastante importante–,
sino también el problema de qué relaciones de proximidad, qué tipo de
almacenamiento, de circulación, de identificación, de clasificación de elementos
humanos deben ser tenidos en cuenta en tal o cual situación para llegar a tal o
cual fin.
Estamos en una época en que el espacio se nos da bajo la
forma de relaciones de emplazamientos. En todo caso, creo que la inquietud
actual concierne fundamentalmente al espacio, sin duda mucho más que al tiempo;
el tiempo no aparece probablemente sino como uno de los juegos de distribución
posibles entre los elementos que se reparten en el espacio. Ahora bien, a pesar
de todas las técnicas que lo invisten, a pesar de toda la red de saber
que permite determinarlo o formalizarlo, el espacio contemporáneo tal vez
no está todavía enteramente desacralizado –a diferencia sin duda del tiempo,
que ha sido desacralizado en el siglo XIX. Es verdad que ha habido una cierta
desacralización teórica del espacio (aquella cuya señal es la obra de Galileo),
pero tal vez no accedimos aún a una desacralización práctica del espacio. Y tal
vez nuestra vida está controlada aún por un cierto número de oposiciones que no
se pueden modificar, contra las cuales la institución y la práctica aún no se
han atrevido a rozar: oposiciones que admitimos como dadas: por ejemplo, entre
el espacio privado y el espacio público, entre el espacio de la familia y
el espacio social, entre el espacio cultural y el espacio útil, entre el
espacio del ocio y el espacio del trabajo, todas dominadas por una sorda sacralización.
La obra –inmensa– de Bachelard, las descripciones de los fenomenólogos nos han
enseñado que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, por el
contrario, en un espacio que está cargado de cualidades, un espacio que tal vez
esté también visitado por fantasmas; el espacio de nuestra primera percepción,
el de nuestras ensoñaciones, el de nuestras pasiones guardan en sí mismos
cualidades que son como intrínsecas; es un espacio liviano, etéreo,
transparente, o bien un espacio oscuro, rocalloso, obstruido: es un espacio de
arriba, es un espacio de las cimas, o es por el contrario un espacio de
abajo, un espacio del barro, es un espacio que puede estar corriendo como
el agua viva, es un espacio que puede estar fijo, detenido como la piedra o como
el cristal. Sin embargo, estos análisis, aunque fundamentales para la reflexión
contemporánea, conciernen sobre todo al espacio del adentro. Es del espacio del
afuera que quisiera hablar ahora.
El espacio en el que vivimos, que nos atrae
hacia fuera de nosotros mismos, en el que se desarrolla precisamente la erosión
de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia, este espacio que nos
carcome y nos agrieta es en sí mismo también un espacio heterogéneo. Dicho de
otra manera, no vivimos en una especie de vacío, en el interior del cual
podrían situarse individuos y cosas. No vivimos en un vacío diversamente
tornasolado, vivimos en un conjunto de relaciones que definen emplazamientos
irreductibles los unos a los otros y que no deben superponerse. Por supuesto,
se podría emprender la descripción de estos diferentes emplazamientos, buscando
el conjunto de relaciones por el cual se los puede definir. Por ejemplo,
describir el conjunto de relaciones que
definen los emplazamientos de pasaje, las calles, los trenes (un tren es un extraordinario
haz de relaciones, ya que es algo a través de lo cual se pasa, es algo mediante
lo cual se puede pasar de un punto a otro y además es también algo que pasa).
Se podría describir, por el haz de relaciones que permiten definirlos,
estos emplazamientos de detención provisoria que son los cafés, los cines, las
playas. Se podría también definir, por su red de relaciones, el emplazamiento
de descanso, cerrado o medio cerrado, constituido por la casa, la habitación,
la cama, etc. Pero los que me interesan son, entre todos los emplazamientos,
algunos que tienen la curiosa propiedad de estar en relación con todos los
otros emplazamientos, pero de un modo tal que suspenden, neutralizan o
invierten el conjunto de relaciones que se encuentran, por sí mismos,
designados, reflejados o reflexionados. De alguna manera, estos espacios, que
están enlazados con todos los otros, que contradicen sin embargo todos los
otros emplazamientos, son de dos grandes tipos.
Están en primer lugar las utopías.
Las utopías son los emplazamientos sin lugar real. Mantienen con el espacio
real de la sociedad una relación general de analogía directa o inversa. Es la sociedad
misma perfeccionada o es el reverso de la sociedad, pero, de todas formas,
estas utopías son espacios fundamental y esencialmente irreales. También
existen, y esto probablemente en toda cultura, en toda civilización, lugares
reales, lugares efectivos, lugares que están diseñados en la institución misma
de la sociedad, que son especies de contra-emplazamientos, especies de utopías
efectivamente realizadas en las cuales los emplazamientos reales, todos los
otros emplazamientos reales que se pueden encontrar en el interior de la
cultura están a la vez representados, cuestionados e invertidos, especies de
lugares que están fuera de todos los lugares, aunque sean sin embargo
efectivamente localizables. Estos lugares, porque son absolutamente otros que
todos los emplazamientos que reflejan y de los que hablan, los llamaré, por
oposición a las utopías, las heterotopías; y creo que entre las utopías y estos
emplazamientos absolutamente otros, estas heterotopías, habría sin duda una suerte de experiencia
mixta, medianera, que sería el espejo. El espejo es una utopía, porque es un
lugar sin lugar. En el espejo, me veo donde no estoy, en un espacio irreal
que se abre virtualmente detrás de la superficie, estoy allá, allá donde no
estoy, especie de sombra que me devuelve mi propia visibilidad, que me
permite mirarme allá donde estoy ausente: utopía del espejo. Pero es igualmente
una heterotopía, en la medida en que el espejo existe realmente y tiene, sobre
el lugar que ocupo, una especie de efecto de retorno; a partir del espejo me
descubro ausente en el lugar en que estoy, puesto que me veo allá. A partir de
esta mirada que de alguna manera recae sobre mí, del fondo de este espacio
virtual que está del otro lado del vidrio, vuelvo sobre mí y empiezo a poner
mis ojos sobre mí mismo y a reconstituirme allí donde estoy; el espejo funciona
como una heterotopía en el sentido de que convierte este lugar que ocupo, en el
momento en que me miro en el vidrio, en absolutamente real, enlazado con todo
el espacio que lo rodea, y a la vez en absolutamente irreal, ya que está
obligado, para ser percibido, a pasar por este punto virtual que está
allá.
En cuanto a las heterotopías propiamente dichas, ¿cómo se las podría
describir, que sentido tienen? Se podría suponer, no digo una ciencia, porque
es una palabra demasiado prostituida ahora, sino una especie de descripción sistemática
que tuviera por objeto, en una sociedad dada, el estudio, el análisis, la
descripción, la “lectura”, como se gusta decir ahora, de estos espacios diferentes,
estos otros lugares, algo así como una polémica a la vez mítica y real del
espacio en que vivimos; esta descripción podría llamarse la heterotopología.
Primer principio: no hay probablemente una sola cultura en el mundo que no
constituya heterotopías. Es una
constante de todo grupo humano. Pero las
heterotopías adquieren evidentemente formas que son muy variadas, y tal vez no
se encuentre una sola forma de heterotopía que sea absolutamente universal. Sin
embargo es posible clasificarlas en dos grandes tipos. En las sociedades
llamadas “primitivas”, hay una forma de heterotopías que yo llamaría heterotopías
de crisis, es decir que hay lugares privilegiados, o sagrados, o prohibidos, reservados
a los individuos que se encuentran, en relación a la sociedad y al medio humano
en el interior del cual viven, en estado de crisis. Los adolescentes, las
mujeres en el momento de la menstruación, las parturientas, los viejos, etc. En
nuestra sociedad, estas heterotopías de crisis están desapareciendo, aunque se
encuentran todavía algunos restos. Por ejemplo, el colegio, bajo su forma del
siglo XIX, o el servicio militar para los jóvenes jugaron ciertamente tal rol,
ya que las primeras manifestaciones de la sexualidad viril debían tener lugar
en “otra parte”, diferente de la familia. Para las muchachas existía, hasta
mediados del siglo XX, una tradición que se llamaba el “viaje de bodas”; un
tema ancestral. El desfloramiento de la muchacha no podía tener lugar “en
ninguna parte” y, en ese momento, el tren, el hotel del viaje de bodas eran ese
lugar de ninguna parte, esa heterotopía sin marcas geográficas. Pero las
heterotopías de crisis desaparecen hoy y son reemplazadas, creo, por
heterotopías que se podrían llamar de desviación: aquellas en las que se ubican
los individuos cuyo comportamiento está desviado con respecto a la media o a la
norma exigida. Son las casas de reposo, las clínicas psiquiátricas; son, por
supuesto, las prisiones, y debería agregarse los geriátricos, que están de
alguna manera en el límite de la heterotopía de crisis y de la heterotopía de
desviación, ya que, después de todo, la vejez es una crisis, pero igualmente
una desviación, porque en nuestra sociedad, donde el tiempo libre se opone al
tiempo de trabajo, el no hacer nada es una especie de desviación.
El segundo
principio de esta descripción de las heterotopías es que, en el curso de su
historia, una sociedad puede hacer funcionar de una forma muy diferente una
heterotopía que existe y que no ha dejado de existir; en efecto, cada
heterotopía tiene un funcionamiento preciso y determinado en la sociedad, y la
misma heterotopía puede, según la sincronía de la cultura en la que se
encuentra, tener un funcionamiento u otro. Tomaré por ejemplo la curiosa
heterotopía del cementerio. El cementerio es ciertamente un lugar otro en
relación a los espacios culturales ordinarios; sin embargo, es un espacio
ligado al conjunto de todos los emplazamientos de la ciudad o de la sociedad o
de la aldea, ya que cada individuo, cada familia tiene parientes en el
cementerio. En la cultura occidental, el cementerio existió prácticamente
siempre. Pero sufrió mutaciones importantes. Hasta el fin del siglo XVIII, el
cementerio se encontraba en el corazón mismo de la ciudad, a un lado de la
iglesia. Existía allí toda una jerarquía de sepulturas posibles. Estaba la fosa
común, en la que los cadáveres perdían hasta el último vestigio de
individualidad, había algunas tumbas individuales, y también había tumbas en el
interior de la iglesia. Estas tumbas eran de dos especies: podían
ser simplemente baldosas con una marca, o mausoleos con estatuas. Este
cementerio, que se ubicaba en el espacio sagrado de la iglesia, ha adquirido en
las sociedades modernas otro aspecto diferente y, curiosamente, en la época en
que la civilización se ha vuelto –como se dice muy groseramente– “atea”, la
cultura occidental inauguró lo que se llama el culto de los muertos. En el
fondo, era muy natural que en la época en que se creía efectivamente en la
resurrección de los cuerpos y en la inmortalidad del alma no se haya prestado
al despojo mortal una importancia capital. Por el contrario, a partir del
momento en que no se está muy seguro de tener un alma, ni de que el cuerpo
resucitará, tal vez sea necesario prestar mucha más atención a este despojo mortal,
que es finalmente el último vestigio de nuestra existencia en el mundo y en las
palabras. En todo caso, a partir del siglo XIX cada uno tiene derecho a su
pequeña caja para su pequeña descomposición personal; pero, por otra parte,
recién a partir del siglo XIX se empezó a poner los cementerios en el
límite exterior de las ciudades; correlativamente a esta individualización de
la muerte y a la apropiación burguesa del cementerio nació la obsesión de la
muerte como “enfermedad”. Se supone que los muertos llevan las enfermedades a
los vivos, y que la presencia y la proximidad de los muertos al lado de la
casa, al lado de la iglesia, casi en el medio de la calle, propaga por sí misma
la muerte. Este gran tema de la enfermedad esparcida por el contagio de
los cementerios persistió en el fin del siglo XVIII; y en el transcurso del
siglo XIX comenzó su desplazamiento hacia los suburbios. Los cementerios
constituyen entonces no sólo el viento sagrado e inmortal de la ciudad, sino
“la otra ciudad”, donde cada familia posee su negra morada.
Tercer principio:
la heterotopía tiene el poder de yuxtaponer en un solo lugar real múltiples espacios,
múltiples emplazamientos que son en sí mismos incompatibles. Es así que el
teatro hace suceder sobre el rectángulo del escenario toda una serie de lugares
que son extraños los unos a los otros; es así que el cine es una sala
rectangular muy curiosa, al fondo de la cual, sobre una pantalla bidimensional,
se ve proyectar un espacio en tres dimensiones; pero tal vez el ejemplo más
antiguo de estas heterotopías (en forma de emplazamientos contradictorios) sea
el jardín. No hay que olvidar que el jardín, creación asombrosa ya
milenaria, tenía en oriente significaciones muy profundas y como superpuestas.
El jardín tradicional de los persas era un espacio sagrado que debía reunir, en
el interior de su rectángulo, cuatro partes que representaban las cuatro partes
del mundo, con un espacio todavía más sagrado que los otros que era como su ombligo,
el ombligo del mundo en su medio (allí estaban la fuente y la vertiente); y
toda la vegetación del jardín debía repartirse dentro de este espacio, en esta
especie de microcosmos. En cuanto a las alfombras, ellas eran, en el origen,
reproducciones de jardines. El jardín es una alfombra donde el mundo entero
realiza su perfección simbólica, y la alfombra, una especie de jardín
móvil a través del espacio. El jardín es la parcela más pequeña del mundo y es
por otro lado la totalidad del mundo. El jardín es, desde el fondo de la
Antigüedad, una especie de heterotopía feliz y universalizante (de ahí nuestros
jardines zoológicos).Cuarto principio: las heterotopías están, las más de las
veces, asociadas a cortes del tiempo; es decir que operan sobre lo que
podríamos llamar, por pura simetría, heterocronías. La heterotopía empieza a
funcionar plenamente cuando los hombres se encuentran en una especie de ruptura
absoluta con su tiempo tradicional; se ve acá que el cementerio constituye un
lugar altamente heterotópico, puesto que comienza con esa extraña heterocronía
que es, para un individuo, la pérdida de la vida, y esa cuasi eternidad
donde no deja de disolverse y de borrarse.
En forma general, en una sociedad
como la nuestra, heterotopía y heterocronía se organizan y se ordenan de una
manera relativamente compleja. Están en primer lugar las heterotopías del tiempo
que se acumulan al infinito, por ejemplo los museos, las bibliotecas –museos
y bibliotecas son heterotopías en las que el tiempo no cesa de amontonarse
y de encaramarse sobre sí mismo, mientras que en el siglo XVII, hasta fines del
XVII incluso, los museos y las bibliotecas eran la expresión de una
elección. En cambio, la idea de acumular todo, la idea de constituir una
especie de archivo general, la voluntad de encerrar en un lugar todos los
tiempos, todas las épocas, todas las formas, todos los gustos, la idea de
constituir un lugar de todos los tiempos que esté fuera del tiempo, e
inaccesible a su mordida, el proyecto de organizar así una suerte de
acumulación perpetua e indefinida del tiempo en un lugar inamovible... todo
esto pertenece a nuestra modernidad. El museo y la biblioteca son
heterotopías propias de la cultura occidental del siglo XIX. Frente a estas
heterotopías, ligadas a la acumulación del tiempo, se hallan las heterotopías
que están ligadas, por el contrario, al tiempo en lo que tiene de más fútil, de
más precario, de más pasajero, según el modo de la fiesta. Son heterotopías no ya eternizantes, sino
absolutamente crónicas. Tales son las ferias, esos maravillosos emplazamientos
vacíos en el límite de las ciudades, que una o dos veces al año se pueblan de
puestos, de barracones, de objetos heteróclitos, de luchadores, de
mujeres-serpiente, de adivinas. Muy recientemente también, se ha inventado una
nueva heterotopía crónica: las ciudades de veraneo; esas aldeas polinesias que ofrecen
tres cortas semanas de desnudez primitiva y eterna a los habitantes de las
ciudades; y ustedes ven por otra parte que acá se juntan las dos formas de
heterotopías, la de la fiesta y la de la eternidad del tiempo que se acumula:
las chozas de Djerba son en un sentido parientes de las bibliotecas y los
museos, pues en el reencuentro de la vida polinesia, el tiempo queda
abolido, pero es también el tiempo recobrado, toda la historia de la
humanidad remontándose desde su origen como en una especie de gran saber
inmediato.
Quinto principio: las heterotopías suponen siempre un sistema de
apertura y uno de cierre que, a la vez, las aíslan y las vuelven penetrables.
En general, no se accede a un emplazamiento heterotópico como accedemos a un
molino. O bien uno se halla allí confinado –es el caso de las barracas, el
caso de la prisión– o bien hay que someterse a ritos y a purificaciones. Sólo
se puede entrar con un permiso y una vez que se ha completado una serie de
gestos. Existe, por otro lado, heterotopías enteramente consagradas a
estas actividades de purificación, medio religiosa, medio higiénica, como los
hammam musulmanes, o bien purificación en apariencia puramente higiénica,
como los saunas escandinavos. Existen otras, al contrario, que tienen el aire
de puras y simples aberturas, pero que, en general, ocultan curiosas
exclusiones. Todo el mundo puede entrar en los emplazamientos
heterotópicos, pero a decir verdad, esto es sólo una ilusión: uno cree
penetrar pero, por el mismo hecho de entrar, es excluido. Pienso, por ejemplo,
en esas famosas habitaciones que existían en las grandes fincas del Brasil, y
en general en Sudamérica. La puerta para acceder a ellas no daba a la pieza
central donde vivía la familia, y todo individuo que pasara, todo viajero tenía
el derecho de franquear esta puerta, entrar en la habitación y dormir allí una
noche. Ahora bien, estas habitaciones eran tales que el individuo que pasaba
allí no accedía jamás al corazón mismo de la familia, era absolutamente huésped
de pasada, no verdaderamente un invitado. Este tipo de heterotopía, que hoy
prácticamente ha desaparecido en nuestras civilizaciones, podríamos tal vez
reencontrarlo en las famosas habitaciones de los moteles americanos, donde uno
entra con su coche y con su amante y donde la sexualidad ilegal se encuentra a
la vez absolutamente resguardada y absolutamente oculta, separada, y sin
embargo dejada al aire libre.
Finalmente, la última nota de las heterotopías es
que son, respecto del espacio restante, una función. Ésta se despliega entre
dos polos extremos. O bien tienen por rol crear un espacio de ilusión que
denuncia como más ilusorio todavía todo el espacio real, todos los
emplazamientos en el interior de los cuales la vida humana está compartimentada
(tal vez sea éste el rol que durante mucho tiempo jugaran las casas de tolerancia,
rol del que se hallan ahora privadas); o bien, por el contrario, crean
otro espacio, otro espacio real, tan perfecto, tan meticuloso, tan bien ordenado,
como el nuestro es desordenado, mal administrado y embrollado. Ésta sería una heterotopía
no ya de ilusión, sino de compensación, y me pregunto si no es de esta manera
que han funcionado ciertas colonias. En ciertos casos, las colonias han jugado,
en el nivel de la organización general del espacio terrestre, el rol de
heterotopía. Pienso por ejemplo, en el momento de la primera ola de
colonización, en el siglo XVII, en esas sociedades puritanas que los ingleses
fundaron en América y que eran lugares otros absolutamente perfectos. Pienso
también en esas extraordinarias colonias jesuíticas que fueron fundadas en
Sudamérica: colonias maravillosas, absolutamente reglamentadas, en las que se
alcanzaba efectivamente la perfección humana. Los jesuitas del Paraguay
habían establecido colonias donde la existencia estaba reglamentada en cada uno
de sus puntos. La aldea se repartía según una disposición rigurosa alrededor de
una plaza rectangular al fondo de la cual estaba la iglesia; a un costado, el colegio,
del otro, el cementerio, y, después, frente a la iglesia se abría una avenida
que otra cruzaría en ángulo recto. Las familias tenían cada una su pequeña
choza a lo largo de estos ejes y así se reproducía exactamente el signo de
Cristo. La cristiandad marcaba así con su signo fundamental el espacio y la
geografía del mundo americano. La vida cotidiana de los individuos era regulada
no con un silbato, pero sí por las campanas. Todo el mundo debía despertarse a
la misma hora, el trabajo comenzaba para todos a la misma hora; la comida a las
doce y a las cinco; después uno se acostaba y a la medianoche sonaba lo que
podemos llamar la diana conyugal. Es decir que al sonar la campana cada uno
cumplía con su deber. Casas de tolerancia y colonias son dos tipos extremos de
heterotopía, y si uno piensa que, después de todo, el barco es un pedazo
flotante de espacio, un lugar sin lugar, que vive por él mismo, que está
cerrado sobre sí y que al mismo tiempo está librado al infinito del mar y que, de
puerto en puerto, de orilla en orilla, de casa de tolerancia en casa de
tolerancia, va hasta las colonias a buscar lo más precioso que ellas encierran
en sus jardines, ustedes comprenden por qué el barco ha sido para nuestra
civilización, desde el siglo XVI hasta nuestros días, a la vez no solamente el
instrumento más grande de desarrollo económico (no es de eso de lo que hablo hoy),
sino la más grande reserva de imaginación. El navío es la heterotopía por
excelencia. En las civilizaciones sin barcos, los sueños se agotan, el
espionaje reemplaza allí la aventura y la policía a los corsarios”.
Fuente:
No hay comentarios:
Publicar un comentario