* Este texto ha sido publicado en
la obra coletiva Filosofia de
la educación hoy;
temas.
(Madrid: Dykinson, 1998)
Jorge Larrosa
Universidad de Barcelona – España
[...] sería
provechoso si desistiésemos de la costumbre
de oír siempre
tan sólo lo que ya entendemos. Esta
proposición no
va dirigida sólo a cada oyente; va dirigida
más aún a aquél
que intenta hablar del habla -sobre todo
cuando ello
tiene lugar con la sola intención de mostrar
posibilidades
que nos permitan estar atentos al habla y a
nuestra relación
con ella.
Martin Heidegger
“Durante su participación en las
Conferencias Aranguren de Filosofía en su edición de 1994, José María Valverde
ironizaba en la Residencia de Estudiantes de Madrid diciendo lo siguiente:
“cierto ilustre filósofo actual empezaba un ensayo diciendo, más o menos – cito de memoria: ‘En el horizonte de
la filosofía, el lenguaje es uno de los temas más interesantes’. En realidad, debería
ser al revés: ‘En el horizonte del lenguaje, la filosofía es uno de los temas
más interesantes’. Pues resulta evidente, en efecto, que el lenguaje es el
horizonte general de todo” (Valverde, 1995, p. 18-19). Sería entonces un error
de perspectiva hablar aquí del lenguaje en el horizonte de la filosofía, en el
horizonte de la pedagogía o incluso en el
horizonte de la filosofía de la educación. Por eso, lo que voy a hacer a
continuación es plantear algunas cuestiones filosófico-educativas en el horizonte
del lenguaje. Y como el horizonte del lenguaje no es en absoluto el horizonte
de la filosofía del lenguaje, mi trabajo no consistirá tampoco en destacar
aquellos temas de la filosofía contemporánea del lenguaje que más puedan
interesar a la educación.
Me gustaría partir, no de una
disciplina o de un conjunto de disciplinas, sino de una inquietud, de la
inquietud que la experiencia del lenguaje ha provocado en nuestro tiempo y
principalmente, aunque no exclusivamente, en esa práctica lingüística cada vez
menos especial y menos especializada que llamamos filosofía. Partir de la experiencia
del lenguaje, tomar como punto de partida la inquietud sobre el lenguaje y en
el lenguaje provocada en la experiencia misma del lenguaje, no es lo mismo que
partir de nuestros conocimientos sobre el lenguaje.
Cuando partimos de lo que sabemos
sobre el lenguaje sólo oímos lo que ya entendemos. Pero en la experiencia del
lenguaje, y quizá por eso es inquietante, lo que queda comprometido y
suspendido es precisamente lo que ya sabemos, lo que ya entendemos, lo que ya
oímos, lo que se deja capturar sin dificultad por el lenguaje cuando hablamos
de ello (de los hechos, de los sucesos, de las cosas, de los problemas, de
nosotros mismos, de nuestro lenguaje) precisamente porque no atendemos al ser
del
lenguaje mismo que habla.
He dividido lo que sigue en dos
partes. En la primera de ellas se hace una apretadísima revisión de lo que la experiencia
inquietante del lenguaje ha producido en los ámbitos de la escritura filosófica
y de la escritura literaria. En dicha revisión se atiende sobre todo, aunque de
una manera superficial y solamente indicativa, a aquellos aspectos de la
ontología hermenéutica que están explícitamente implicados en cuestiones antropológicoeducativas.
Puesto que la primera parte trata de preparar una atención al lenguaje que no
pase necesariamente por su tematización objetivante, y puesto que esa
preparación subvierte
frontalmente la concepción representativa, expresiva y comunicativa del
lenguaje que nos dan las ciencias y el sentido común, ha requerido un desarrollo
relativamente extenso aunque yo creo que dotado de una cierta coherencia en la
selección de autores, textos y problemas. Pero la extensión de esa fase preparatoria
(con cuestiones educativas implícitas y susceptibles de un tratamiento especial
que no se ha realizado) ha obligado que la segunda parte
consista solamente en una breve serie de sugerencias para la reflexión que no
pretende desde luego ser exhaustiva.
La segunda parte del texto no es,
entonces, otra cosa, que un conjunto de provocaciones para la reflexión y una
muestra de lo que la ontología hermenéutica puede dar que pensar en el terreno
educativo. Mi intención no es otra que mostrar posibilidades que nos
permitan estar atentos al habla y a nuestra relación con ella (Heidegger,
1987, p. 144) o, dicho de otro modo, suscitar en el dominio educativo una
atención y una
sensibilidad al lenguaje y a
nuestra relación con el lenguaje, inquietar esa relación, hacerla insegura y
problemática y, si es posible, llevarla al pensamiento (y al lenguaje).
- La inquietud del lenguaje
[...] en todos
sus dominios, por todos sus caminos y a
pesar de todas
las diferencias, la reflexión universal recibe
hoy un
movimiento formidable de una inquietud sobre el
lenguaje - que
no puede ser más que una inquietud del
lenguaje y en el
lenguaje mismo.
Jacques Derrida
Lo normal sería comenzar con la
importancia de los hechos. Y decir, por ejemplo, como un hecho importante de la
Filosofía, que el lenguaje se ha convertido en nuestro siglo en el objeto
propio de una disciplina autónoma llamada Filosofía del Lenguaje. El hecho de
nuestro tiempo sería entonces que la filosofía contemporánea ha seleccionado al
lenguaje como un tema importante de reflexión, tan importante al menos como los
otros temas que aborda en sus diversas subdisciplinas temáticas (la obra de
arte en la estética, el valor en la
filosofía de los valores, el
hombre en la antropología filosófica, el conocer humano en la filosofía del conocimiento
etc.). O decir que la tematización filosófica del lenguaje
ha supuesto en nuestro siglo un
“giro” o un “viraje” de la filosofía misma en el sentido de que gran parte de
los problemas filosóficos tradicionales tienden actualmente
a tratarse a partir de la forma
que adquieren en el lenguaje. El hecho de nuestro tiempo sería que la problematización
filosófica del lenguaje ha atravesado todas las disciplinas filosóficas: a
partir de la tematización del lenguaje, la teoría del conocimiento ha pasado de
ser crítica de la razón a ser crítica del lenguaje, la antropología filosófica
ha pasado a considerar al hombre como una entidad lingüística y a estudiar las
correlaciones
entre lenguaje y cultura, la
ética se ocupa ahora de la justificación de las formas de lenguaje propias de
los enunciados morales, y la estética habría pasado a considerar la obra de
arte desde el punto de vista de su significado. O decir que el lenguaje se ha
convertido en el gran tema de las filosofías contemporáneas desde el estructuralismo
a la filosofía analítica, pasando por la hermenéutica, la fenomenología o las
distintas filosofías críticas o trascendentales y se ha convertido en una especie
de punto de encuentro y de debate de gran parte de las corrientes filosóficas
más importantes.
Siguiendo con la importancia de
los hechos, también se podría decir, por ejemplo, como un hecho de la ciencia que
interesa a la filosofía (a la filosofía del lenguaje y a la filosofía de la
educación), que en nuestro siglo se han constituido por fin las ciencias
positivas del lenguaje que van desde las distintas lingüísticas hasta la
semiótica o la gramática comparada, pasando por la biología del lenguaje, la
psicolingüística, la etnolingüística o la
sociolingüística. El hecho de
nuestro tiempo sería que el lenguaje se ha convertido en el objeto de una serie
amplísima de disciplinas y en un importantísimo dominio interdisciplinario. Y
también se podría decir, por ejemplo, como un hecho social o cultural en este
caso, que nuestro tiempo es el tiempo de los lenguajes, el tiempo de la
información y de la comunicación, el tiempo de la explosión de los sistemas de
signos y de la proliferación de los medios de su circulación. Además, nuestro
tiempo sería también el tiempo de la conciencia de la ubicuidad del lenguaje.
La lingüisticidad no es ya sólo un atributo del lenguaje natural o de los
lenguajes formales, sino que múltiples realidades
no estrictamente verbales pueden
considerarse lenguajes. Son comunes expresiones como “los lenguajes del arte”,
“los lenguajes de la música”, “el lenguaje futbolístico”, “el lenguaje de los
sentimientos”, “el lenguaje de la moda”, “el lenguaje de la publicidad”,
“el lenguaje del espacio urbano”
etc. Como si cualquier sector de lo real pudiera considerarse como soporte de un
código significativo y estudiarse desde ese punto de
vista. Pero he preferido situar
en el punto de partida, como un signo de nuestro tiempo, no la importancia de
un hecho o de una serie de hechos, sino la experiencia de una inquietud: “una
inquietud sobre el lenguaje – que no puede ser más que una inquietud del
lenguaje y en el lenguaje mismo” (Derrida, 1967, p. 9). El signo de nuestro
tiempo no es que el lenguaje se haya convertido finalmente en objeto de la
ciencia y en tema para el pensamiento, ni siquiera que nuestro tiempo sea el
tiempo del signo, el tiempo de la explosión de los signos y de la proliferación
de los medios de comunicación. Todo eso
son hechos de nuestro tiempo y,
sin duda, hechos muy importantes que afectan el mundo de la educación, tanto desde
el punto de vista teórico como desde el punto de vista práctico. Pero al
destacar los hechos olvidamos a veces de interrogar su sentido, como si el
establecimiento de la verdad de lo que son las cosas nos permitiera despreocuparnos
de considerar el sentido y el valor de lo que nos pasa. Y, a lo mejor, lo que
(nos) ocurre es que
el lenguaje ha dejado de ser
seguro y de estar asegurado, ha dejado de ser nuestra propiedad o incluso
nuestra casa.
A lo mejor nuestra experiencia
del lenguaje es la experiencia de la crisis del lenguaje y en nuestro lenguaje,
la experiencia de la precariedad y la pluralidad de nuestro lenguaje, la
experiencia del desfallecimiento de nuestro lenguaje que es, al mismo tiempo,
la experiencia del desfallecimiento de los modos tradicionales de racionalidad
que determinaban nuestro modo de conocer el mundo y de encarar la vida.
La experiencia
inquietante del lenguaje
Es un hecho que nosotros
“tenemos” lenguaje, que el hombre “posee” el lenguaje, que el hombre, como postula
la enseñanza tradicional desde Aristóteles, es el ser viviente que habla. Es un
hecho que el hombre tiene, entre otras, la “facultad” del lenguaje. Es un hecho
que el lenguaje es algo real, algo que tenemos, una cosa que puede describirse
y un instrumento que puede utilizarse. Es un hecho que el lenguaje es objeto de
nuestro saber y
materia prima para nuestras
acciones. Expresar, comunicar, representar, insultar, prometer o persuadir son cosas
que hacemos con el lenguaje. Es un hecho que podemos analizar el lenguaje,
hablar sobre él, utilizarlo, controlarlo.
Pero lo que es inquietante es que
el lenguaje no es una cosa entre las cosas, sino la condición de todas las cosas,
el horizonte de todas las cosas, el lugar donde todas las cosas, incluyendo al
hombre mismo y a ese lenguaje de la representación y de la comunicación que considera
su propiedad, están como a distancia de sí mismas, como separadas de sí mismas.
García Calvo lo dice con claridad cuando afirma que “el lenguaje está fuera y
aparte de todas las cosas de las que él habla” (Garcia Calvo, 1989, p. 32),
incluyendo desde luego al lenguaje mismo cuando es tratado como una cosa,
cuando establece que “uno es el mundo en el que se habla y otro el mundo del
que se habla” (Garcia Calvo, 1979, p. 339)
o cuando observa que “siendo
lenguaje lo que habla de (trata de, razona sobre, describe, explica y aún
pregunta por) las cosas, cuando se vuelve sobre sí mismo se da un trance
singular: en tanto que es él el que está hablando, no puede propiamente
hablarse de él, y si se habla de él, es que ya no es aquél que estaba hablando”
(Garcia Calvo, 1988, p. 187).
En la experiencia del lenguaje se
produce una inquietante duplicación que no puede resolverse con el expediente de
distinguir entre lenguaje-objeto y metalenguaje. Y no sólo porque sea condición
de los lenguajes naturales el no poder quedar nunca cerrados como objetos
determinados y, por tanto, el no poder quedar comprendidos en un metalenguaje
que dé cuenta exhaustiva de todas sus condiciones. Esa duplicación es más bien
una apertura absoluta por donde el lenguaje puede escaparse al infinito y en la
que el sujeto del
lenguaje (ese ser que tiene la
facultad del lenguaje y que lo posee, lo utiliza y lo analiza como una cosa) se
dispersa y se disuelve. Quizá la experiencia del lenguaje produzca no tanto una
duplicación como una distancia, una distancia sin posibilidad de reflexión o de
retorno, sin posibilidad de apropiación, en la que el lenguaje es pura
exterioridad (que lo indetermina como comunicación o como representación) y en
la que el sujeto del lenguaje no puede ya limitarlo ni controlarlo sino que
queda emplazado e interpelado por ella.
Lo que es inquietante para la
educación es que hablar y entender, escribir y leer no son sólo habilidades instrumentales.
Por eso aprender lenguajes no es sólo adquirir herramientas para la expresión o
para la comunicación. Lo que es inquietante es que el lenguaje
no es sólo un sistema de signos
utilizado para la representación de la realidad o para la expresión del
sentido. Por eso el lenguaje no es sólo un objeto de enseñanza (entre otros
objetos) ni un medio entre otros para la educación. La inquietud se produce
cuando experimentamos que no están por un lado las cosas o los hechos y por
otro las palabras que los nombran y los hacen comunicables, y aún por otro lado
nosotros mismos entre
las palabras y las cosas. La
inquietud se produce cuando experimentamos que no siempre somos nosotros los
que usamos el lenguaje o los que jugamos con el lenguaje, que el lenguaje no es
solamente algo de nuestra propiedad. Lo que es un hecho es la conciencia
lingüística propia de nuestro tiempo, pero lo que es inquietante es el carácter
lingüístico de la conciencia. Lo que es un hecho es la realidad del lenguaje,
pero lo que es inquietante
es el carácter lingüístico de la
realidad. Lo que es un hecho es el pensamiento del lenguaje pero lo que es inquietante
es el lenguaje del pensamiento (la inquietud no está en la filosofía del
lenguaje sino en el lenguaje de la filosofía, no en las ciencia del lenguaje
sino en el lenguaje de las ciencias), porque lo que es un hecho es que el
lenguaje es un tema, aquello sobre lo que se piensa, aquello de lo que se
habla, aquello de lo que se sabe,
pero lo que es inquietante es que
el pensamiento del lenguaje, y el habla del lenguaje y el saber del lenguaje también
se producen en el lenguaje, por el lenguaje y como lenguaje.
Y en lo que sigue, para dibujar
las condiciones de esa inquietud, algunos nombres: Nietzsche, Heidegger y
Gadamer en la (así llamada) filosofía y Hofmannsthal
y Handke en la (así llamada)
literatura. Aunque no estaría de más decir, aunque sea de pasada, que uno de
los efectos de la inquietud contemporánea sobre el lenguaje haya
sido el hacerse borrosas las
diferencias entre ambos tipos de discurso y el abrirse en el interior de cada
uno de ellos y entre ellos de una pregunta insidiosa, obsesiva, imposible y sin
respuesta: ¿qué es la filosofía? ¿qué es la literatura?
Lenguaje,
conocimiento y moral: Nietzsche
El nombre de Nietzsche es
fundamental en esa consideración del lenguaje como materia, como medio o como
horizonte de toda vida mental, de toda vida social
y de toda vida individual. Sin
duda tiene razón Foucault cuando afirma que Nietzsche “inició la tarea
filosófica de una reflexión radical sobre el lenguaje” (Foucault, 1979, p.
297). Y en el contexto de esa reflexión radical, Nietzsche inició también una
problematización radical del lenguaje filosófico mismo no sólo temáticamente
sino
también en su propia escritura.
Por eso, el nombre de Nietzsche es inevitable a la hora de exponer esa
inquietud sobre el lenguaje y en el lenguaje en relación a la cual
he querido situar estas páginas. Puesto
que las anotaciones de Nietzsche sobre el
lenguaje son raras y dispersas,
tomaré como principal referencia un hermosísimo texto de 1873 titulado “Sobre la
verdad y la mentira en sentido extramoral” (Nietzsche, 1974, p. 85 e ss). En
ese breve texto, no publicado en vida de Nietzsche, el autor construye una interpretación
histórica del origen del hombre, de la verdad y del lenguaje que contiene
algunas de sus mejores intuiciones antropológicas, epistemológicas y
lingüísticas.
Nietzsche comienza su exposición
mostrando la arbitrariedad, la contingencia y la fugacidad de la aparición del
hombre sobre la tierra. El hombre, ese animal inteligente que inventó el
lenguaje y el conocimiento, constituye, en la naturaleza, “una excepción
lamentable, vaga, fugitiva, inútil y arbitraria”. El lenguaje y el conocimiento
son sólo humanos, demasiado humanos, meros instrumentos de supervivencia de un
ser casual, y
para nada trascendentes a la vida
humana. El lenguaje y el conocimiento no son otra cosa que productos del
instinto de conservación de ese animal débil y poco robusto que es el animal
humano y expresiones de su vida sobre la tierra, de sus modos particulares de
existencia.
Lo que hay en el origen del
lenguaje y del conocimiento es una especie de instinto ficcional, radicalmente perspectivista,
orientado a la conservación de la vida y, más adelante, al poder. Porque a esa
especie de necesidad biológica primera se añade después una suerte de obligación
social derivada de que “el hombre quiere existir, por necesidad y aburrimiento
a la vez, social y gregariamente” (idem, p. 87).
En este punto Nietzsche elabora
la hipótesis de una especie de contrato social original o de primer tratado de
paz orientado a la constitución del grupo y a garantizar su mantenimiento. Y
como condición de este impulso gregario que lleva a los hombres a constituirse
en
sociedad “se fija lo que en
adelante debe ser ‘verdad’, es decir, una designación de las cosas
uniformemente válida y obligatoria” de la que surge por primera vez “el contraste
entre verdad y mentira” (idem, p. 88) .
La hipótesis nietzscheana
establece la conexión entre lenguaje, conocimiento y humanización, entendiendo
por humanización el resultado de un impulso social y moral dictado por el
instinto de conservación, por el miedo a la incertidumbre y por la voluntad de
dominio. El concepto como
designación normativa, la verdad como juicio obligatorio y el lenguaje mismo
como conjunto de reglas semánticas y sintácticas orientadas a la representación
convencional de la realidad no son otra cosa que productos sociales y morales
tan arbitrarios, tan contingentes y tan fugaces como el tipo de vida que
producen y que aseguran. El
lenguaje no es lógico ni representativo, nada garantiza la necesidad de su estructura
ni su conexión con el mundo, con la realidad o con las cosas. Y a partir de ese
lenguaje natural concebido como una fuerza plástica original, libre y
arbitraria,
los hombres han ido fabricando
poco a poco conceptos, juicios y verdades y han ido configurando con ellos un
lenguaje apto para la filosofía, para la ciencia, para la comunicación y, en
general, para los negocios de la vida. Para Nietzsche, y en esto realiza la primera
crítica filosófica radical del lenguaje, los conceptos no son otra cosa que
metáforas fijadas y anquilosadas, las verdades no son sino las ficciones que se
imponen como dominantes y las reglas del lenguaje funcionan como garantía del
orden social:
Por tanto, ¿qué es la verdad? Una
multitud en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos; en una
palabra, un conjunto de relaciones humanas que, elevadas, traspuestas y
adornadas poética y retóricamente, tras largo uso el pueblo considera firmes,
canónicas, vinculantes: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado
que lo son, metáforas ya utilizadas que han perdido su fuerza sensible, monedas
que han perdido su imagen y que ahora entran en consideración como metal, no
como tales monedas (idem, p. 91). Sin embargo ese libre poetizar constitutivo
del lenguaje no es sólo una especie de libertad originaria definitivamente
perdida y cancelada, sino también una posibilidad que permanece latente en el
interior del lenguaje y que lo abre siempre a una especie de
transgresión permanente. Para
Nietzsche [...] este instinto que impulsa a la formación de metáforas, este instinto
fundamental del hombre, del que en ningún momento se puede prescindir, porque
en tal caso se habría prescindido del hombre mismo, en realidad no ha sido
sometido ni prácticamente dominado por habérsele construído un mundo
regular y rígido como una
fortaleza con sus productos volatilizados, los conceptos (idem, p. 98).
El espíritu servil es temeroso y
por eso busca creencias, seguridades, consensos, convenciones. Pero todo eso a
lo que [...] se agarra el hombre menesteroso para salvarse, representa para el
intelecto liberado una mera armadura y un juego para sus obras de arte más
temerarias, y cuando lo deshace, confunde sus elementos, los recompone
irónicamente emparejando las piezas dispares y separando las más similares,
descubre que no necesita el expediente de la indigencia (idem, p. 99). La
magnífica intuición nietzscheana es que el orden del lenguaje, el orden
epistemológico y el orden moral son solidarios. Por eso el que utiliza la lengua
de otro modo no sólo se revela contra la lengua, sino contra las formas
impuestas de la verdad y contra el orden social; el que ve las cosas de otro
modo no sólo se revela contra la ciencia, sino también contra las formas
lingüísticas convencionales y contra la moral dominante; y el que trata de
vivir de forma distinta a las formas de vida que
se nos dan como normales no sólo
se revela contra la sociedad, sino contra el saber y contra el lenguaje. En el orden
del lenguaje se juega cómo nombramos lo que vemos y cómo vemos lo que
nombramos, cómo ponemos juntas las palabras y las cosas, cómo normativizamos o des-normativizamos
nuestro modo de dar un sentido al mundo y a nosotros mismos, en suma cómo
pensamos, cómo actuamos y cómo vivimos.
Por otra parte, la reflexión
nietzscheana sobre el lenguaje implica una crítica radical a la ontología que mantiene
la fe en la existencia del mundo, de las cosas, de la realidad, de los
fenómenos o, simplemente, del ser, independientemente de las formas del
lenguaje, de las
formas del conocimiento y de las
formas de vida. Si Nietzsche substituye el concepto de “Ser” por el de “Vida”,
si sustituye la “Ontología” por la “Psicología”, es para indicar que el ser no
es más que interpretación puesto que vivir es evaluar. Por eso la “Psicología”
de
Nietzsche no tiene nada que ver
con el biologismo ni con el psicologismo sino que es a la vez filológica y médica,
una especie de arte del desciframiento de las interpretaciones en tanto que
síntomas de “salud” o de “enfermedad”, es decir de afirmación o de negación de
la vida. El desciframiento de las
interpretaciones no es la determinación de su verdad, sino de su valor, es
decir, de la nobleza o de la bajeza de la voluntad que interpreta, de su
intención inconsciente. El problema no es el de la verdad de las
interpretaciones, sino el de su valor. El problema es el valor de la verdad
para la vida, para un cierto tipo de vida.
La hipótesis nietzscheana es que
nuestra visión de la realidad está siempre condicionada por prejuicios y estructuras
mentales que tienen una historia lingüística y social. Pero eso no quiere decir
sólo que al aprehender la realidad no podamos prescindir de nuestros
prejuicios, de nuestros conceptos, de nuestras palabras, sino que la realidad
sólo se constituye como tal en un mundo lingüístico e interpretativo. Lo real
se da interpretado,
la realidad es lingüística. En el
parágrafo 374 de La Gaya Ciencia Nietzsche escribe: “... el mundo se ha
vuelto por segunda vez infinito para nosotros, por cuanto no podemos
refutar la posibilidad de que sea susceptible de interpretaciones
infinitas. Otra vez sentimos el gran
escalofrío” (Nietzsche, 1979, p.
237). El mundo, el ser, se nos ha vuelto infinito porque nos aparece como
texto, es decir, como algo a ser leído, a ser interpretado. Todo lo que aparece
a la conciencia es interpretación, lectura, signo. En la experiencia que
hacemos del mundo sólo leemos textos sin que nunca podamos llegar a un
referente último que sea previo a la interpretación. Por eso la tesis de
Nietzsche no significa sólo que el mundo sea un texto “susceptible” de
interpretaciones infinitas, de lecturas infinitas, sino que el mundo mismo es
ya una interpretación, una lectura. No hay “texto original” o un “texto
absoluto” independientemente de sus interpretaciones y al cual podamos
referirnos para juzgar la verdad de esas mismas interpretaciones. Anticipándose
de cierta forma a la visión del ser propia de la ontología hermenéutica
contemporánea cuyas raíces están en el segundo Heidegger, la posición nietzscheana
podría resumirse diciendo que todo el ser es interpretación o, de otro modo,
que el ser sólo acontece como interpretación.
Ser y lenguaje:
Heidegger
En una serie de conferencias
pronunciadas en la Universidad de Friburgo en diciembre de 1957 y febrero de
1958 tituladas La esencia del habla (Heidegger, 1957-1958, p. 141-194)
Heidegger toma como motivo un verso de Stefan George que dice así: ninguna
cosa sea donde falta la palabra. A través de una cuidadosa reflexión
que toma como punto de partida lo que sean las palabras, lo que sean las cosas
y lo que sean los nombres como un tipo de palabras que mantienen una relación
particular con las cosas, Heidegger va ampliando y transformando el significado
del verso hasta hacerle portador de otro y del mismo sentido: “un es se da
donde se rompe la palabra”. En un primer movimiento, Heidegger interpreta la frase
de George como una enunciación de que es la palabra y esencialmente el nombre
el que confiere el ser a la cosa: “el ser de cada cosa que es reside en la
palabra. De ahí la validez de la frase: el lenguaje es la casa del ser” (idem,
p. 149). Desde ese punto de vista, la relación entre las palabras y las cosas
no es una conexión entre
“cosa” de un lado y “palabra” de
otro, sino que es la palabra la que funda la relación, es decir, que “la
palabra misma es la relación que en cada instancia retiene en sí la cosa de tal
modo que ‘es’ una cosa” (idem, p. 152). La palabra y esencialmente el nombre no
es un
significante que se superpone a
un significado, tampoco es un medio de re-presentación entendido como un traer presente
lo que está ya de antemano como una cosa ante
nosotros, sino que es la palabra
la que hace venir a la presencia a las
cosas. Y ese hacer venir a la presencia es justamente una donación de ser, la
donación de las condiciones en las que algo puede aparecer como lo que es.
La hipótesis ontológica de
Heidegger, aquella según la cual es la palabra la que confiere el ser a la
cosa, es hasta aquí coherente con la ontología hermenéutica según la cual no
hay un darse del ser fuera del lenguaje. Desde ese punto de vista, el lenguaje
es fuente del ser en el
sentido en que deja aparecer las
cosas en tanto cosas que son y las deja estar presentes. Heidegger enuncia esta
hipótesis ontológica en sus glosas del verso de George, por ejemplo: ‘Cosa’
denominaba aquí cualquier ente que de algún modo está presente. Por lo demás,
decíamos acerca de la ‘palabra’ que no sólo se hallaba en una relación con la
cosa, sino que la palabra es lo que primero lleva esta cosa, en tanto que ente,
a este ‘es’; que la palabra es lo que la mantiene allí, la sostiene y, por así
decirlo, la provee del sustento para ser cosa” (idem, p. 167); y, en otro
lugar: “... ‘ninguna cosa sea donde falta la palabra’ apunta hacia la relación
entre palabra y cosa, de tal modo que la palabra misma es la relación en tanto
que sostiene toda cosa hacia su ser y la mantiene en él. Sin la palabra
que de este modo retiene la
totalidad de las cosas, el ‘mundo’ se hundiría en la oscuridad incluyendo al
‘yo’” (idem, p. 158). El mundo está iluminado y no está hundido en la
oscuridad porque hay palabra. Y
el ser humano como ser-en-el-mundo, como insertado en ese mundo iluminado y
sostenido en su ser por la palabra, obtiene también su condición de posibilidad
por esa palabra misma que es “casa del ser”. El lenguaje no es (sólo) algo
mundano sino condición del mundo, y no es (sólo) propiedad del yo sino
condición
suya. Por otra parte, y dada la
historicidad y la pluralidad del lenguaje, su dimensión ontológica consiste en
su capacidad para abrir no el mundo sino un mundo, y para posibilitar no el yo
sino un yo, un determinado modo de subjetividad histórica y culturalmente
determinado. Hasta aquí la posición heideggeriana es claramente coherente con
el análisis de la obra de arte como “puesta en obra de la verdad” (1958) porque
la verdad no es ya correspondencia de la proposición con la realidad (y, por lo
tanto, conexión entre la palabra y la cosa) sino, más fundamentalmente, el
abrirse de horizontes de sentido en el interior de los cuales es posible la
verificación de proposiciones. También es coherente con el motivo hölderliniano
reiteradamente usado por Heidegger, ese de “lo que permanece lo fundan los
poetas” (1989), en el sentido de que el lenguaje poético
(como lenguaje originario)
configura la familiaridad originaria con el mundo que constituye la condición
de la experiencia. Pero más adelante, al final de la segunda conferencia sobre
“La esencia del habla”, Heidegger abre una interrogación distinta: no ya por la
relación entre la palabra y la cosa o por el modo como la palabra da (o funda,
o alberga, o sostiene) el ser de la cosa, sino por el ser mismo de la palabra.
El punto de partida de la argumentación es que si la palabra es, ella también
debe ser una cosa, puesto que “cosa” designa todo aquello que de algún modo es.
Nos encontraríamos entonces en la situación de que una cosa, la palabra, es la
que le da el ser a otra cosa, el objeto. Para el sentido común, en efecto, el
lenguaje es una cosa entre las cosas: las palabras se ven y se oyen, se eligen
y se utilizan, se pueden clasificar, ordenar, analizar, componer y descomponer.
Pero lo inquietante es que cuando es el lenguaje el que habla (y no aquello de
lo que se habla) el lenguaje no es una cosa. Heidegger lo dice nítidamente:
“... la palabra, que no es en sí misma cosa alguna, ningún algo que ‘es’, se
nos escapa” (idem, p. 171) o un poco más adelante, aún más claramente: “... la
palabra, el decir, no tiene ser” (idem p. 172). Esa misma duplicación entre una
palabra que es una cosa y una palabra que, sin ser una cosa, confiere el ser a las
cosas (al mundo, al yo, al lenguaje mismo en tanto que cosa que tenemos y que
utilizamos) está enunciada en otro lugar desde la distinción entre lo dado y lo
que da: Si pensamos rectamente, nunca podremos decir de la palabra: ella es,
sino: ella da, no en el sentido de que ‘se den’ palabras, sino en cuanto sea la
palabra misma la que da. La palabra: la donante. ¿De qué hace don? De acuerdo
con la experiencia poética y según la más antigua tradición del pensamiento, la
palabra da: el ser. Entonces, pensando, deberíamos buscar en el ‘ella, que da’
la palabra como la donante misma, sin estar ella jamás dada (idem p. 173). El
lenguaje “es” cuando hablamos de él, cuando está dado, cuando nos lo podemos
representar como algo existente, cuando lo podemos utilizar como algo que es como
un instrumento de nuestra propiedad. Pero cuando el lenguaje habla, ese
lenguaje que habla se nos desliza, se nos niega, se nos disuelve, se nos hace
misterioso y nos inquieta. Cuando es el lenguaje el que habla no somos nosotros
los que tenemos al lenguaje, sino que es el lenguaje el que nos tiene a
nosotros. Por eso “... el habla no es simplemente una capacidad del ser
humano” (idem, p. 192). Y el lenguaje no es ya lo pensado, sino lo que da que
pensar. Se produce pues en el lenguaje una suerte de duplicación según lo
consideremos como una cosa (o como una facultad) o como una condición del ser
de las cosas que, como tal condición, no es cosa alguna, no está dado o no
tiene ser. Se produce pues una especie de doblete empírico-trascendental en el
que la dimensión trascendental del lenguaje (entendiendo “trascendental” en
sentido kantiano, como condición de posibilidad de la experiencia) no es
a-priori y necesaria sino radicalmente histórica, finita y contingente. El
lenguaje constituye un horizonte histórico finito, nunca completamente cognoscible
y determinable excepto como tal horizonte, y por eso puede hablarse de un
“acontecer” de la verdad o del ser como “evento”. Por eso, como
indica Heidegger como de pasada
abriendo su texto hacia senderos desconocidos que serán transitados por heideggerianos
heterodoxos como Derrida, “un fulgor repentino ilumina la relación entre muerte
y habla pero está todavía sin pensar” (idem, p. 193). Y ahora ya estamos en
condiciones de dar sentido a la modificación que Heidegger propone en el verso
de George, esa que traduce “ninguna cosa sea donde falta la palabra” por
“un es se da donde se rompe la palabra”. El romperse de la palabra no significa
aquí en absoluto un quebrantamiento del lenguaje que nos conduciría, al modo
fenomenológico, directamente a las cosas mismas en su evidencia objetiva,
inmediata y prelingüística. El romperse de la palabra es aquí una suerte de
desfallecimiento al que toda palabra como palabra ya dicha está destinada. O,
dicho de otro modo, el romperse de la palabra alude a la constitutiva finitud
de todo decir constituído, de toda relación representativa entre palabras y cosas,
de todo horizonte dado de experiencia. El fulgor del nexo entre lenguaje y
mortalidad no puede ser otra cosa que la intuición de la mortalidad propia del
ser en tanto que dicha mortalidad está ya anunciada en la finitud propia del
lenguaje: “Romper quiere decir aquí: la palabra resonante regresa a lo
insonoro, allá desde donde ella es concebida: al son del silencio” (idem, p.
194).
Ontología
hermenéutica o lingüisticidad del ser: Gadamer
Lo que hoy se llama “ontología
hermenéutica” suele remitirse a la obra que Gadamer publicó en 1960 con el
título de Verdad y Método (Gadamer, 1960). El problema de ese libro,
como el mismo Gadamer establece en el título de la larga sección introductoria,
es “el problema de la verdad sobre la base de la experiencia del arte”. Desde
ese punto de vista, y más allá de la cuestión restringida de la comprensión
como método propio de las ciencias humanas, Gadamer generaliza la comprensión
como constituyente del modo humano de ser-en-el-mundo y opera un giro
ontológico en dirección al ser que es medio, objeto y sujeto de la comprensión,
es decir, el lenguaje. Con ello la hermenéutica gadameriana se extiende hasta
incluir en su ámbito la ciencia y la técnica e incluso la totalidad de la experiencia
humana. Y tal es la tesis desarrollada especialmente en la sección final de la
obra, la que se titula El lenguaje como horizonte de una ontología hermenéutica
(idem, p. 526 e ss), que constituirá la base de mi exposición. La tesis
fundamental de Gadamer es que la hermenéutica, en tanto que impulsada por una
exigencia de universalidad, concierne a la totalidad de nuestro acceso al mundo
mientras que el lenguaje y su forma de realización (el diálogo) soporta no sólo
la representación de las cosas o la comunicación entre los hombres sino también
la aparición de las cosas que constituyen el mundo y la posibilidad misma de
los hombres como seres-en-el-mundo. Tomando como punto de partida las
implicaciones filosóficas (y no etnológicas o psicológicas) de los análisis de
Humboldt sobre la diversidad y la relatividad de los lenguajes naturales y
sobre el modo como cada uno de ellos determina formas distintas de pensamiento,
Gadamer enfatiza las posibilidades antropológicas de la tesis genética de
Humboldt de que el lenguaje es humano desde su comienzo. Y la glosa del siguiente
modo: El lenguaje no es sólo una de las dotaciones de que está pertrechado el
hombre tal como está en el mundo, sino que en él se basa y se representa el que
los hombres simplemente tengan mundo. Para el hombre el mundo está ahí como
mundo, en una forma bajo la cual no tiene existencia para ningún otro ser vivo
puesto en él. Y esta existencia del mundo está constituída lingüísticamente
[...]. La humanidad originaria del lenguaje significa, pues, al mismo tiempo,
la lingüisticidad originaria del estar-en-el-mundo del hombre (idem, p. 531).
Para la hermenéutica entendida
ontológicamente el lenguaje no sólo es un sistema convencional de signos para
la representación de la realidad o para la expresión de la subjetividad, que ni
siquiera constituye un instrumento para la comunicación, sino que constituye el
modo primario y original de experimentar el mundo. Y es desde ese punto de
vista que debe leerse la célebre sentencia de Gadamer: “El ser, que puede ser
comprendido, es lenguaje”(idem, p. 567). Como apunta Vattimo “el enunciado debe
leerse con las dos comas, las cuales, al menos en castellano, excluyen todo
significado restrictivo, que sería además simplemente tautológico: no es (sólo)
ese ser que es objeto de ‘comprensión’ (por ejemplo, en oposición a
‘explicación causal’ etc.) que es lenguaje, sino que es todo el ser que, en
cuanto puede ser comprendido, se identifica con el lenguaje” (Vattimo, 1989, p.
85 86). La ontología hermenéutica pretende validez universal y eso significa
que en y por el lenguaje se nos revela el ser en todas sus modalidades. La
tesis fundamental de la ontología
hermenéutica es la lingüisticidad del ser. Para la ontología hermenéutica, y en
esto sigue a Heidegger, el lenguaje es el modo de aparición del ser.
Por otra parte, y en la estela de
Nietzsche, la ontología hermenéutica disuelve el principio objetivista de la
realidad y la teoría positiva de la verdad como correspondencia: no hay hechos,
sólo interpretaciones o, dicho de otra manera, el mundo verdadero se convierte en
fábula. La verdad no se entiende desde el modelo positivo del saber científico
como correspondencia de las proposiciones y los hechos, la realidad no se
entiende como lo que está más allá del lenguaje, y el lenguaje mismo no puede
quedar determinado como mero medio de significación y de comunicación.
Partiendo de la experiencia del arte y, en
general, del modelo de la retórica, Gadamer ofrece una concepción no
instrumental del lenguaje, una concepción no objetivista de la realidad y una
concepción no metafísica
de la verdad cuyas implicaciones
educativas desarrolla abundantemente a lo largo de su obra.
La
tentación del silencio: Hofmannsthal
La inquietud del lenguaje se
manifiesta también como crítica del lenguaje siempre que tengamos en cuenta la
relación constitutiva entre crítica y crisis. La inquietud del lenguaje es la
crisis del lenguaje, la experiencia de un lenguaje atravesado por la crisis,
habitado por la crisis, por una crisis que arrastra consigo al mundo que el lenguaje
pretendía representar y ordenar y al individuo como sujeto poseedor y
administrador del lenguaje.
La inquietud de la crisis del
lenguaje se expresa de una forma radical en una obra de poco más de diez
páginas en la edición española del escritor vienés Hugo von Hofmannsthal. La
obra, escrita entre 1901 y 1902, se titula Carta de Lord Chandos (Hofmannsthal,
1996) y es considerada no sólo como uno de los documentos programáticos más
vigorosos del expresionismo literario sino también como el texto fundacional de
la Sprachkritik que se desarrolló en Austria a comienzos de este siglo. La
Carta constituye un testimonio de la enfermedad de las palabras y de la
imposibilidad de los juicios, del desfallecimiento del lenguaje y, por lo
tanto, del naufragio del yo y de la pérdida del mundo. El autor de la carta
comunica a su corresponsal su
decisión de abandonar la vocación y la profesión de escritor y las razones que
le han conducido a esa decisión, simplemente la pérdida de “la capacidad de
pensar o hablar coherentemente sobre cualquier cosa”. Chandos no puede usar las
palabras comunes, aquellas que todo el mundo usa, sin sentir un inexplicable
malestar, sin tener la sensación de que se le “descomponían en la boca como
hongos podridos” (idem, p. 30). Además se siente impotente para juzgar puesto que
los juicios comunes le parecen vacuos y falsos. Y siente la imposibilidad de
expresar sus pensamientos o sus sensaciones. Chandos se ha quedado mudo porque el
lenguaje no es capaz de contener o de ordenar el mundo. Lo que se le ha
arruinado es la “imagen simplificadora de la costumbre” (idem, p. 31), la
mirada del hábito. La antigua casa del lenguaje se le ha hecho inhabitable y aún
no dispone de un lenguaje que le permita expresar lo vivido. Por eso el
lenguaje está en crisis, porque se nos ha hecho falso y caduco el lenguaje de
la racionalidad clásica y aún no disponemos de una nueva racionalidad que esté
a la altura de la complejidad de nuestra época.
La mecanizacción
del lenguaje: Handke
En la estela de la Sprachkritik
de principios de siglo se sitúa el llamado “grupo de Viena” y,
posteriormente, el llamado “grupo de Graz” en el que el escritor austríaco Peter
Handke veló sus primeras armas literarias. Para Peter Handke el lenguaje
convencional propio de la era de la comunicación, ese lenguaje lleno de clichés
y de frases hechas, ese lenguaje oído a diario y que ya no dice nada, ese
lenguaje no nos deja ver ni hablar, porque nos lo da todo visto y nombrado. El
lenguaje de nuestro mundo es palabrería, cháchara insustancial, una especie de
rejilla convencional y falsa que nos impide ver, que nos impide expresarnos y
que nos impide la comunicación. Uno de los problemas que habita la escritura de
Handke es el de la mecanización de lo que se dice. En un artículo de 1973
titulado “¿Qué puedo responder a eso?” Handke muestra su malestar frente a esas
opiniones personales que son siempre completamente impersonales, frente a esas
convenciones de la opinión que nos dan la realidad ya dicha y ya interpretada
de antemano: “Hace unos cuantos días alguien me llamó por teléfono y me
preguntó: ¿qué opinas sobre el alto el fuego en Vietnam? Yo no contesté, me
limité sólo a decir algunas palabrotas y hablé de otra cosa. Lo que había que
decir no habría sido mío, y yo me siento especialmente extraño a mí mismo siempre
que se me hace decir algo que una máquina hubiera podido escupir exactamente
igual que yo” (Handke, 1978, p. 27). Esa misma máquina de hablar aparece cuatro
años más tarde en una de las anotaciones de El peso del mundo: “Inventar
una máquina para que uno no tenga que hablar (una máquina que uno acciona
cuando le hablan y que contesta por uno)” (Handke, 1981, p. 34). O la pregunta obsesiva
de La historia del lápiz: “A cada frase que pase por tu cabeza
pregúntate: ¿realmente ésta es mi lengua?” (Handke, 1991, p. 50).
Y para introducir el problema de
la mecanización del lenguaje en una obra planteada en un contexto implícitamente
educativo, baste la referencia a una obra de teatro de 1968 titulada Gaspar,
escrita sobre la historia de un misterioso muchacho de unos dieciséis años
aparecido en una plaza de Nüremberg en 1828 y que, como indica el mismo Handke
en las primeras acotaciones sobre la puesta en escena, podría haberse titulado también
“tortura verbal”. La obra “muestra lo que es posible hacer con alguien [...]
cómo se puede hacer hablar a alguien hablándole” (Handke, 1982, p. 11), el modo
lento e implacable, puramente lingüístico, como unos“apuntadores” enseñan a
hablar a Gaspar introduciéndole al mismo tiempo en la cárcel del lenguaje y en
la cárcel del sistema, en la jaula de los modos
habituales de percepción, de
expresión y de comportamiento en los que los seres humanos normales han sido
instruidos y encerrados. A continuación de una primera frase pronunciada por
Gaspar “sin tener idea de lo que dice, sin expresar otra idea que la de no
tener idea de la frase que dice” (idem, p. 18), como lanzándose a hablar sin
hablar aún propiamente, como indicando sólo que ya ha empezado a hablar, los
apuntadores empiezan a hablar desde todos los lados “sin recurrir a los medios habituales
de expresión de lo irónico, del humor, de la camaradería, del calor humano
[...] hablan de forma inteligible. Hablan, a través de una buena instalación microfónica,
un texto que no es el suyo” (idem, p. 20).
Y poco a poco, apuntando a Gaspar
tanto lo que debe decir como el significado de lo que dice, van montando todo
un orden tranquilo y tranquilizador hecho de creencias comunes, de frases
comunes, de sentimientos comunes, de comportamientos comunes. Justo antes del intermedio,
cuando el trabajo de los apuntadores ya ha constituído un yo estable y un mundo
ordenado mediante el único recurso del lenguaje, Gaspar ya puede pronunciar
el siguiente monólogo:
Soy
sano y fuerte. Soy educado y honesto. Soy consciente
de
mis responsabilidades. Soy trabajador, discreto y
sencillo.
Soy siempre amable. No tengo grandes ambiciones.
Soy
por naturaleza simpático y normal. Todo el mundo me
quiere.
Puedo resolver cualquier problema. Estoy al servicio
de
todos. Mi sentido del orden y de la limpieza no dan lugar a
reproche
alguno. Mis conocimientos están por encima del nivel
medio.
Ejecuto cualquier trabajo que se me confía a plena
satisfacción.
Cualquiera puede dar de mí los mejores informes.
Soy
íntegro y pacífico. No soy de esos que por cualquier
pequeñez
ponen el grito en el cielo. Soy tranquilo, sensible y
consciente
de mi deber. Me entusiasmo por cualquier buena
causa.
Quisiera abrirme camino. Quisiera aprender. Quisiera
hacerme
útil. Tengo nociones de longitud, anchura y
profundidad.
Trato los objetos con delicadeza. Me he
acostumbrado
ya a todo. Me va bien. Ya puedo afrontar la
muerte.
Ahora mi mente está clara. Ya pueden dejarme solo.
Me
gustaría mostrarme siempre bajo mi mejor aspecto. No
acuso
a nadie. Me río mucho. Para mí todo rima. No tengo
señas
particulares. No enseño, al reír, la encía superior. No
tengo
ninguna cicatriz bajo el ojo izquierdo, ni ningún lunar
tras
la oreja derecha. No soy un peligro público. Quisiera ser
un
hombre activo. Quisiera colaborar. Estoy orgulloso de lo
alcanzado.
Tengo por ahora mis necesidades cubiertas. Puedo
prestar
declaración. Ante mí se abre un nuevo camino. He aquí
mi
mano derecha. He aquí mi mano izquierda. Si es necesario
puedo
esconderme en los muebles. Siempre fue mi deseo estar
con
ustedes. Ahora sé lo que quiero: quiero estar tranquilo. Y
cada
objeto que me inquieta lo hago mío para que deje de
inquietarme. (idem, p. 64).
Durante el intermedio se oyen
voces en off de líderes políticos, de Papas, de oradores, de primeros
ministros y jefes de gobierno, de periodistas, de poetas, de todos aquellos apuntadores
que, hablándonos desde todos los lados, nos enseñan a hablar como está mandado,
a decir lo que todo el mundo dice, a creer lo que todo el mundo cree, a ver las
evidencias, a pensar lo que todo el mundo piensa, a opinar, mientras las voces
van siendo ahogadas por ruidos de campanas,
sirenas de fábrica, tableteos de máquinas de escribir, risas de mujeres en una
reunión social, gritos de espectadores en un partido de fútbol, frenazos de
coches, pitidos y órdenes. Y en la segunda parte ya los apuntadores aparecen
como Gaspares y ya Gaspar se ha convertido en un apuntador que empieza a
recitar su historia, hablando ya como los otros apuntadores y jaleado por
ellos, hasta su final previsible: “Me han hecho hablar.
Me han trasladado a la realidad. ¿Oís? (Silencio)” (idem, p. 84). Handke
muestra constantemente en su escritura la insatisfacción con el lenguaje
recibido, la crítica constante de los clichés, la búsqueda minuciosa y casi
maniática de un lenguaje en el que las cosas puedan aparecer en su pureza, el
enorme esfuerzo que se requiere para que las cosas, incluso las más banales,
las más cotidianas, las más simples, no se nos den ya falsificadas por esos
esquemas fosilizados de percepción que, justamente por ser convencionales, nos dan
una falsa sensación de realidad. La escritura de Handke atiende a lo aún no
descrito, a experiencias aún no registradas, a formas aún inéditas que tiemblan
en las grietas de silencio que se abren a veces en el súbito apartarse de un lenguaje
que se ha vuelto hostil e inexpresivo.
Gran parte de la escritura
contemporánea (literaria, pero también filosófica) se mueve entre la tentación
del silencio y la revuelta lingüística. La escritura como el intento
interminable y casi desesperado de construir un lenguaje que sea capaz de
romper la charlatanería ambiente y de darnos una experiencia más limpia de las cosas.
2. La inquietud
del lenguaje y la educación:
algunas
sugerencias
Sólo puedo amar
a aquellos que poseen un lenguaje
inseguro; y
quiero hacer inseguro el lenguaje de aquellos
que me agradan.
Peter Handke
Hannah Arendt dice que la esencia
de la educación es la natalidad, el hecho de que constantemente nacen seres
humanos en el mundo. Por eso lo que está en juego en la educación es nuestro
modo de recibir a los nuevos. En el horizonte del lenguaje, la educación es el
proceso por el que los recién llegados, que no hablan, son introducidos en el
lenguaje. Desde ese punto de vista, la educación implica una responsabilidad
para con el lenguaje puesto que el lenguaje es ese don que nosotros hemos
recibido y que tenemos que transmitir. E implica también una responsabilidad
con los nuevos, es decir con esos seres humanos que, en el lenguaje de todos, tienen
que tomar la palabra, su propia palabra, esa palabra que es palabra futura e
inaudita, palabra aún no dicha, palabra del por-venir. Introducir a los nuevos
en el lenguaje es, por tanto, hablar y hacer hablar, hablar y dejar hablar.
Lo que se transmite no es sólo el
lenguaje, sino nuestra relación con el lenguaje. Por ejemplo, nuestro amor al
lenguaje, nuestra desconfianza hacia el lenguaje, nuestra atención al lenguaje,
nuestro respeto por el lenguaje, nuestra delicadeza con el lenguaje, nuestro con el lenguaje, nuestra
manera de escuchar el lenguaje.
Al entrar en el lenguaje y, sobre
todo, en el lenguaje escrito, en el texto, los nuevos son situados en lo que viene
diciéndose, en ese venir presente en la lectura de lo que ya se dijo pero que,
en cuanto texto leído, viene diciéndose cada vez de nuevo. Otra vez lo mismo,
pero de nuevo, en una repetición que es diferencia. Pero aprender a leer no es
sólo adquirir la capacidad de entender lo que el texto dice, sino ser capaces
de escuchar, en lo dicho, lo que da-que-decir, lo que queda por decir. Por eso
la acción de leer desborda el texto y en virtud de la disposición en lo que
diciéndose viene el lector se encamina al porvenir del decir.
Introducir a los nuevos en el
lenguaje se limita, en demasiadas ocasiones, a hacer hablar como está mandado, a
decir lo que todo el mundo dice, a pensar lo que todo el mundo piensa. Pero
permitir que los nuevos tomen la palabra implica la ruptura de lo dicho, la
distancia respecto al lo que se dice y la transgresión de las reglas del decir.
Sólo esa ruptura, esa distancia y esa transgresión dejan que el lenguaje hable,
dejan hablar.
Podemos enseñar la lengua que
sabemos, que tenemos, que utilizamos. Podemos transmitir la lengua que nos
pertenece. Pero el lenguaje que habla y al que nosotros pertenecemos no es un
ente, una cosa entre las cosas, sino el horizonte de todas las cosas. Y, como
tal horizonte, no puede ser objeto de nuestro saber (hablar) ni instrumento de
nuestro poder (de hablar). Si ese lenguaje no es una cosa, tiene que ser algo
que no puede ser comprendido teóricamente ni dominado prácticamente, tiene que
ser algo que no puede depender de nosotros como sujetos y que, por lo tanto, no
puede ser transmitido por nosotros como sujetos, ni desde nuestro saber
(hablar) ni desde nuestro poder (de hablar).
Lo único que puede transmitirse,
entonces, es la atención al lenguaje. Y ahí, en la atención, no es el individuo
en tanto que sujeto el que entra en relación con el lenguaje, sino que sólo
puede atender en tanto que se libera de su ser sujeto, de su saber (hablar), de
su poder (de hablar), de su voluntad (de decir lo que quiere). El lenguaje
aparece como algo a lo que podemos atender pero no como algo que podamos tener
o poseer, no como algo de lo que podamos apropiarnos. Sin embargo,
el lenguaje es lo que nos es más cercano, más íntimo. José Luis Pardo (1996)
distingue entre la experiencia intimidatoria y la experiencia íntima del lenguaje. En la experiencia intimidatoria, el lenguaje remite al significado
público y convencional de las palabras, a su univocidad, su precisión, su
rectitud o su impersonalidad independientemente de quién las diga, las escuche,
las escriba o las lea. Se trata de un lenguaje puramente inteligible, sin
calor, como el de los apuntadores de Gaspar. En la experiencia íntima del lenguaje,
por el contrario, el lenguaje muestra su cara interna, el modo como le suena o
le resuena o le sabe a cada uno. Y en ella uno es capaz de decir lo que no sabe
decir o lo que no quiere decir. Y en la experiencia íntima del lenguaje, el
lenguaje no es nunca plenamente propio, no es nunca propiedad, porque igual que
vivir la vida es desvivirse por lo que no
se puede tener, hablar la lengua íntima es tomar una palabra que nunca se podrá
poseer completamente, una palabra imprevista e imprevisible que sólo viene o
adviene cuando uno se abandona a la palabra y se abre, con ella, a lo nuevo del
hablar. El lenguaje íntimo no es el más propio, sino el más ajeno, el más
impropio, el que siendo más cercano es a la vez el más lejano.
El lenguaje que se puede
transmitir es el de la experiencia intimidatoria del lenguaje, pero al de la
experiencia íntima sólo puede iniciarse íntimamente, es decir, con todos los
balbuceos, las alusiones, las dudas, las dificultades, los temblores de voz,
los tonos y los silencios que palpitan en un lenguaje inseguro, inquieto,
siempre a punto de quebrarse, de desfallecer. Para que el lenguaje recupere su
intimidad perdida o, simplemente, para que el lenguaje por fin hable es necesario
primero quebrar ese lenguaje seguro y asegurado de los que saben lo que dicen,
de los que hablan arrogantemente, de los que hablan como está mandado y dicen
lo que todo el mundo dice, de esos a los que se les puede escuchar y obedecer
pero a los que no se puede amar. Por eso “sólo puedo amar a aquellos que poseen
un lenguaje inseguro; y quiero hacer inseguro el lenguaje de aquellos que me
agradan” (Handke, 1991, p. 90).
JORGE LARROSA é doutor em
Pedagogia pela Universidade
de Barcelona – Espanha, onde
atualmente é professor titular de Filosofia
da Educação. Publicou diversos
artigos e em periódicos brasileiros
e dois livros: Imagens do
outro (Vozes, 1998) e Pedagogia
profana (Autêntica,
1999).
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