“Conversaba el otro día con Juan Antonio Rodríguez Bueno, maestro rural en el colegio público “Ramón y Cajal” de Alpartir (Zaragoza), sobre esta idea, que cada vez más se da por sentada, de que los niños y niñas de hoy en día son “nativos digitales”. Juan Antonio es uno de esos maestros que han incorporado de manera inteligente y útil la tecnología y las redes en el aula, por lo tanto sabe bien de qué habla cuando insiste en que no es cierto, los niños y niñas no son nativos digitales, pero mejor leamos aquí sus propias palabras:
“no los consideramos
nativos digitales, igual que por el hecho de estar entre libros no son
lectores. Es nuestra función educarlos en lo digital lo mismo que se trabaja la
lectura o la comprensión lectora en el aula. Por el hecho de nacer en la era
digital no adquieren por ósmosis todo lo que ello implica. Algunos lo
aprenderán solos, como la lectura, pero la experiencia nos demuestra que no,
que es necesaria la educación tecnológica y digital.”
Sin embargo, mientras que
resulta fácil comprender la necesidad de este acompañamiento en los caminos de
la lectura, parece difícil hacer entender a muchos adultos que también es
imprescindible estar junto a los niños y niñas en el proceso de aprendizaje del
uso y disfrute de las tecnologías. Es más, ocurre que el acceso (desacompañado)
de los menores a las tecnologías es cada vez antes y, en muchos casos, sin
criterio ninguno sino, simplemente, con un zambullido completo en pantallas(1)
diversas, e-redes sociales, y mucho consumo y entretenimiento desaforado.
Actualmente no es difícil
ver a niños y niñas (a veces todavía en carritos) que ya andan enredados en
pantallas de móviles o tabletas o plays (nintendo, psp...) con
el beneplácito de sus padres. No es nuevo que los padres y madres utilicen las
pantallas como niñeras: la televisión ha sido la gran niñera en muchas casas en
los últimos años, adultos que dejan a los niños desamparados frente a la
pantalla para que ésta pueda ir “educándoles” en ser buenos consumidores. Es
alarmante la dejación de responsabilidades por parte de los progenitores que,
en muchos casos, consideran que nada se puede hacer ante esta avalancha
tecnológica y que “en el fondo, tampoco pasa nada”.
Desde mi punto de vista
el problema no es de la tecnología ni de las pantallas, que son,
incuestionablemente, grandes inventos; el problema es el uso que estamos dando
a esas pantallas y los criterios en muchos casos economicistas que laten detrás
de ese uso; estos criterios no parece que busquen hacer personas mejores, o más
críticas o felices, esos criterios más bien apuntan a su voluntad de vender más
y tener más y mejores consumidores (y, por ende, beneficios).
A este, desde mi punto de
vista, descontrol en el uso de las pantallas por parte de muchos niños y niñas
hay que sumar el acceso cada vez más temprano y la enorme cantidad de tiempo
dedicado a estas actividades, tiempo que los pequeños no utilizan para algo tan
fundamental como es crecer.
Los niños necesitan
correr la calle, necesitan jugar con otros niños, tocarse, discutir, empeñarse
en proyectos comunes, explorar su territorio, trepar a los árboles, caerse,
reír, llorar, tener aventuras, jugar con palos y piedras, ensuciarse de barro,
mojarse los pies... los niños necesitan ejercer de niños y pasar felizmente por
la infancia. Nada más importante que el juego para ir habilitando estrategias y
recursos imprescindibles para formarse y ser adultos. Sin embargo cada vez es
más difícil encontrar espacios para que la infancia pueda ejercer como tal.
Cada vez hay más niños encerrados en sus casas y pegados indiscriminadamente a
pantallas.
Acaso no somos
conscientes de la importancia que tienen estos años de la infancia. Los juegos
tradicionales ayudan a ejercitar la memoria, el desarrollo corporal, las
relaciones sociales, la atención... sin embargo, la interactividad de las
pantallas, tan adictiva, y frente a la que muchos niños y niñas están desamparados,
no ayuda para nada en el asentamiento de los rudimentos de, por ejemplo, la
atención y la memoria. Quizás sea por eso que últimamente observo un hecho
alarmante cuando voy a contar cuentos a los colegios: sorprendentemente resulta
cada vez más difícil contar a alumnos de educación infantil (3-6 años)
habitualmente tan propicios al cuento, y sin embargo es sencillo contar a
alumnos más mayores (por ejemplo de sexto de primaria, 10-11 años). He pensado
sobre esta cuestión en los últimos meses y he llegado a la sospecha de que
mucha de la culpa de esta nueva situación la tienen las pantallas a las que
cada vez acceden más temprano y no les permiten asentar las estrategias
precisas para atender y escuchar en calma. Cosa que con los alumnos mayores no
sucede a pesar de que ya andan muchos de ellos enredados en e-redes y juegos de
pantalla: quizás sea porque estos alumnos mayores todavía pudieron disfrutar de
unos cuantos miles de días sin pantalla y tuvieron el tiempo suficiente para
aprender a atender y para vivir experiencias en calma.
La repercusión de todo
esto es importante: muchos niños y niñas que hoy son pequeños acaso no
habiliten los recursos para, por ejemplo, llegar a vivir la experiencia de una
lectura profunda. Pensemos que a muchos de nosotros, adultos con una gran
historia a cuestas como lectores de libros en papel, las pantallas también han
modificado nuestra forma de leer: cuántos artículos hemos dejado a medias de
leer en la red porque son “demasiado” largos; cuantos post son recomendados en tuíter
o féisbuc ¡sin haberlos terminado de leer!; cuántas veces hemos hecho esto que
ahora se llama lectura transversal (que acaso sea un eufemismo de la no
lectura). Pero los cambios en nuestros días son más serios, hay gente que
defiende esta nueva manera de leer como “más completa” aunque poco o nada habla
de la necesidad de cultivar la lectura profunda, calmada, crítica: porque
realmente no sucede así, la interacción continua es un griterío constante al
lado de nuestra lectura y genera en nosotros un mariposeo cognitivo. Y sin
embargo necesitamos ser lectores conscientes y calmados: esa capacidad de
concentración es antinatural por eso cuesta y debemos cultivarla.
Quizás bastaría con que
los primeros años de los niños (pongamos hasta los 10 años) estos pudieran
vivir días plenos de infancia y juegos y calle y bien alejados de cualquier
tipo de aparato cuyo funcionamiento comience con un on o un play. De esto lleva
mucho tiempo hablando uno de los gurús de la animación a la lectura en España,
Federico Martín Nebras, y su discurso, lejos de marchitarse, enraíza cada día
con más fuerza en muchos profesores y bibliotecarias.
Hay además otra cuestión
nada baladí: el ser humano se diferencia de los animales porque necesita
alimentarse de ficción. La ficción que tradicionalmente ha estado entre los
platos principales de nuestro menú han sido los cuentos contados y, desde hace
unos pocos siglos, su extensión en la memoria de papel que permiten los
libros.
Este tipo de ficción es
nutricia, nos enriquece, crece de dentro hacia afuera. Uno cuenta cuentos y
quienes escuchan edifican en su imaginación castillos, bosques, dragones... Sin
embargo la ficción que estamos consumiendo cada vez más es la de las pantallas,
una ficción que, muy al contrario que la de los cuentos, es una ficción
empobrecedora o, más exactamente, colonizadora. La ficción que nos llega con
imágenes se instala en nuestro imaginario y no hay manera de sacarla de ahí. El
poder de estas imágenes es tan fuerte y evocador que las empresas hace años que
tratan de vincular sus logos a emociones positivas (cosa que consiguen)
instalándose dentro de nosotros. En este sentido merece la pena leer con
detenimiento este libro: 4 buenas razones para eliminar la tele, de
Jerry Mander.
Y por último, antes de
llegar a las conclusiones y terminar este artículo que va siendo largo,
comentar una última cuestión. Los niños y niñas, hoy igual que siempre,
necesitan cuentos contados. Muchos. Hace tiempo que hablé ya de algunas razones
de cuento, pero hay más, muchas y muy interesantes para invitar a recuperar
tiempos y espacios de cuento en las casas, tiempos y espacios de convivencia.
Como muestra recordaré a Inno Sorsy quien, hace ya años, nos contó en una
inolvidable conferencia cómo las estructuras internas de los cuentos
tradicionales son iguales a las estructuras internas del pensamiento humano:
así pues, cuanta más gimnasia de cuentos contados/escuchados más ejercitamos
nuestra capacidad de raciocinio y pensamiento.
Estoy cada vez más
convencido de que hemos de preservar a la infancia de las pantallas
interactivas, de que a los pequeños hemos de permitirles unos años primeros
llenos de calle, juego, grupo, comunidad, canciones y cuentos, muchos. Y tras
esta etapa (de nueve o diez años) hemos de acompañarles con criterio y cuidado
en su aprendizaje con el uso de la tecnología. Ya se hartarán de trabajar con
computadoras y pantallas, ya vivirán pegados a los smartphones día y noche. Se
hartarán de ver su reflejo en pantallas a todas horas. Pero si tuvieron la
oportunidad de días brillantes en la infancia siempre podrán mirar por la
ventana y recordar que las nubes tienen forma de pájaro, o de corazón, o de
barco de Peter Pan.
En algunas charlas para
público adulto he preguntado al público si sabe alguna poesía. En la mayoría de
los casos los versos que recitan los aprendieron siendo niños, siendo niñas.
Sin embargo muchos de los pequeños de hoy en día no tienen la oportunidad de
aprender poemas o cuentos en casa, viven gran parte de sus días frente a
pantallas a las que entregan su tiempo. ¿Qué recuerdos, qué versos, qué
cuentos, podrán rememorar cuando sean adultos tras estos días desvividos?”
(1) Hablo de
pantallas y me refiero sobre todo a las que tienen un alto grado de interactividad
o atracción (activa o pasiva). Quizás por su peculiaridad quedarían excluidas
de este grupo tan amplio dos: la pantalla de cine (acaso una proyección en dos
dimensiones del teatro, por la ritualización que implica su visionado, etc.) y
la pantalla del e-reader (libros en formato digital).
Artículo de Pep Bruno.
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