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jueves, 12 de abril de 2012
La alegría de aprender: A favor del estudio asistemático
La alegría de aprender
A favor del estudio asistemático
María Fernanda Palacios
¿Para qué estudiar? Lejos de los motivos convencionales, una veterana profesora descubre un nuevo rostro del aprendizaje, muy cercano a la sonrisa.
"Montaigne decía “no hago nada sin alegría”. Esta sería la mejor norma o “filosofía” que podríamos adoptar para civilizar el mundo, o al menos, para devolverle un poco de sentido y armonía. Por un lado, nos invita a vivir entonados con la vida, sin anteponer siempre una queja por las pesadumbres que la acompañan. Por otro, nos aparta de la búsqueda del placer a juro, del hartazgo sin alegría, mera lujuria, que la hay tanto sexual como mental. La alegría bien temperada es una música que no excluye la tristeza, no expulsa el sentimiento del dolor ni la gravedad de la vida, sino que acompaña nuestra mortalidad con un “sí” más profundo.
Creo que volveré sobre este “sí” en otra ocasión, pero ahora quisiera relacionar la alegría con el aprender y particularmente con el estudio después de que dejamos de ser estudiantes. Cuando ya no es una obligación, un aprendizaje ordenado institucionalmente, vigilado y evaluado con miras a una finalidad externa, cuando ya no tenemos que estudiar, el estudio puede transformarse en una alegría, algo gratuito que hacemos por puro gusto.
Un exagerado espíritu de seriedad tiende a dejar fuera del aprendizaje este sentimiento. Y no lo digo por aquello de “la letra con sangre entra”; creo que nunca está de más un castigo a su hora y en su sitio. Ni creo que el aprendizaje deba confundirse, como suele suceder ahora con demasiada frecuencia, con un parque de diversiones donde los contenidos se reparten como chocolatinas. Como reza la antigua sabiduría: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora”. Y en el aprendizaje, la alegría llega después, no tarde sino a su hora. Parece que es después de haber pasado por el tiempo escolar que descubrimos, con alegría, un niño dentro de nosotros, ávido de aprender. Esa es la hora en que comenzamos a sentir necesidades o carencias de las que estábamos menos conscientes, curiosidades o inquietudes para las que nunca tenemos tiempo. Entonces, ya no se estudia por deber ni por mero placer, se estudia para atender urgencias más discretas y no por eso menos vitales.
En su ensayo sobre “Los fines de la educación” T. S. Eliot apunta lo siguiente:
Son de diferente clase el objetivo que un hombre se fija en su formación para ganarse la vida y el objetivo que se fija altrabajar para desarrollar y cultivar su inteligencia y su sensibilidad. El primero es un objetivo en cuya realización hay que mantener conscientemente presentes tanto el fin como los medios. Se decide primero el campo general de actividad en el que se quiere encontrar empleo y se siguen luego los cursos de instrucción establecidos o comúnmente aceptados como preparación adecuada para ese empleo. Pero para cultivar las posibilidades y facultades que tienden a completar nuestra educación, al margen de nuestras ocupaciones profesionales, es preciso el desinterés: hay que seguir los estudios por los estudios en sí...
Aún cuando sabemos que la formación profesional intenta conciliar ambos fines, o al menos hace lo posible por no impedirlo, lo que ya es bastante, la diferencia que señala Eliot existe y es lo que explica la posibilidad de otras formas de aprender, a otras horas de la vida. Para Eliot el principio que lo rige sería el desinterés. Veamos, pues, de qué desinterés se trata, ya que un estudio desinteresado no es incompatible con el interés que suscita el estudio. Al contrario, libre de finalidades y métodos orientados a obtener una formación uniforme, los estudios muestran su cara azarosa y aventurera: se hacen interesantes porque trabajan en estrecha sintonía con las fantasías e inquietudes del interesado. Digamos, empleando el término en sentido metafórico, que se trata de un estudio que responde exclusivamente al instinto de aprender que hay en cada ser humano. Instinto éste que no estaría muy lejos del instinto de juego, inclinaciones ambas que ponen una nota de alegría en la vida.
Suponer que al concluir los estudios formales ya estamos formados es uno de los tantos equívocos que nos convierten en personas sin interés; interesados solamente por unas pocas cosas que ya “sabemos” o que “manejamos”. Personas que son “tacos” en lo suyo, que van por la vida con una formación a prueba de balas, sólidamente ajustadas a un molde que no dejan de perfeccionar.
Entre paréntesis: ciertamente, hoy en día se sabe que toda buena formación profesional, por sólida que sea, debe mantenerse siempre en vilo, sujeta a renovadas revisiones y adiciones. Para eso están los cursos de especialización, ampliación y actualización, y toda la gama de postgrados interdisciplinarios que hoy forman parte de la vida profesional. Pero no me estoy refiriendo a este tipo de estudios. Estos estudios son una prolongación obligada de la formación profesional, son estudios sistemáticos ajenos a la rapsódica gratuidad de la que hablo.
Existe el estudio asistemático, un aprendizaje que carece de materias obligatorias, prelaciones y exámenes porque la valoración de lo que se aprende se ha desplazado de los objetivos institucionalizados al sujeto. La persona valora lo que aprende en la misma medida en que siente la alegría de aprender. Ya sea por la inmediata sensación de no estar perdiendo el tiempo, de estar recibiendo un alimento distinto al que le ofrece la rutina, con sus ocupaciones y diversiones programadas, o bien porque a largo plazo la persona observa cómo su vida se ha animado sin que literalmente haya tenido que cambiarle nada. Esto es algo muy distinto al placer ocasional y momentáneo de cenar con los amigos. No es la happy hour en la que ahogamos la infelicidad, ni los compromisos sociales con que rellenamos las horas desocupadas.
El estudio asistemático abre puertas que ya estaban dentro de nosotros, puertas solo nuestras, ésas que se fueron colocando a medida que tomamos, como quien dice, “un camino en la vida”. Las dejamos atrás o a un lado; constantemente van apareciendo otras nuevas ante las que también, fatalmente, tendremos que pasar de largo. Pero llega la hora en que podemos hacer un alto en el camino y, sin abandonarlo, mirar a los lados y ver que cada puerta es una invitación a entreabrirla.
Los estudios asistemáticos comunican con esos amplios corredores de la memoria y la experiencia, nos descubren lo que no habíamos visto del camino. Son estudios discretos y consoladores, que no se empeñan en que dejemos de ser lo que somos, en que abandonemos una profesión para emprender otra, ni nos empujan a acumular títulos y carreras. Son estudios que más bien contribuyen a ensanchar la vida que llevamos, haciéndonos más conscientes del entramado que la sostiene: la complejidad y la belleza sobre las que resbalan nuestras impresiones más ordinarias, la maraña de malentendidos y prejuicios que sesgan nuestras opiniones, la fuerza y la vigencia del legado milenario de nuestros antepasados.
No quiero utilizar el término “educación continua” para referirme a esto porque lo continuo del estudio no garantiza su gratuidad, mucho menos su alegría. Hablemos más bien del estudio interminable, de un estudio siempre inacabado porque se ha convertido en parte de nuestro diario vivir. Como dice T. S. Eliot, “la educación abarca la totalidad de la vida”, es decir, no solo puede prolongarse sino que “envuelve” incluso aquello que en nuestras vidas no está siendo educado formalmente. Y son estas partes las que necesitamos seguir educando toda la vida para ahuyentar el peligro creciente de regresar a nuestra naturaleza mal educada, bárbara.
Dando clases para un público sumamente heterogéneo, a personas ya muy bien formadas (en su mayoría mucho más formadas que yo), descubrí la maravilla del estudio verdaderamente gratuito y dichoso. Nada y nadie los obliga a estar ahí, y sin embargo ahí están, una y otra vez, siguiendo un hilo invisible y personal, obedeciendo un llamado quizá inaudible para ellos mismos; están ahí a pesar de las horas en el tráfico, a pesar de los compromisos familiares y sociales, a pesar del cansancio y del desánimo que se apodera de nosotros cuando terminamos la jornada diaria; están ahí haciendo un alto, una pausa extraña y en absoluto pasiva, para seguirle la pista a algo que les ha interesado; puede ser un libro o un autor que conocen o del que oyeron hablar, un asunto de historia, un problema actual o un valor universal; algo, en fin, que les merece interés, respeto, simple curiosidad, o bien se trata de una vieja pasión olvidada y desatendida. El profesor se encarga de abrir un camino, de entreabrir esa puerta que está dentro de cada uno, para que la “materia” circule en conexión con la memoria y las inquietudes de cada quien. Pero además –y esto es sumamente importante– está también el papel que juega el ambiente, la atmósfera que se crea en ese “ha lugar” de la clase. A medida que van llegando, una a una, estas personas ya “formadas”, cada una con su cansancio y su soledad, con sus prisas y sus intereses, van soltando poco a poco, una a una, sus ocupaciones y pre-ocupaciones, van desocupándose para que pueda entrar lo desinteresado del aprendizaje, o lo inesperado (que es otra forma de decirlo). Esta atmósfera tiene el don de regresarlos por un rato a los bancos de la escuela, de suscitar de nuevo la aparición, en cada uno, del niño que aprende. Del niño como esa figura interior ávida y necesitada de aprender y jugar al mismo tiempo, para quien todo interés es desinteresado y todo juego algo serísimo.
Esta alegría, como puede verse, responde a una experiencia muy distinta de la que puede ofrecernos “un rato de esparcimiento”. Esta alegría es menos ruidosa y más duradera, pide más constancia y ofrece a la larga más compañía. Así, sin darnos cuenta, nos hacemos aficionados al estudio de ciertas materias, de ciertos asuntos que solicitan nuestra atención y nuestro interés.
Siempre he tenido gran respeto por nuestras aficiones. Hay algo muy serio que fluye alegremente junto con ellas: un poco de lo que pudo ser y no fue, del tren que perdimos, del viaje que no hicimos o la llamada que solo ahora estamos en posibilidad de atender. Algo que nos ata a esta vida que nos envuelve y nos desata de esa otra que nos agobia".
Fuente: http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1255&pag=2&size=n
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